Tuve contacto con él hace poco. Me llamó la atención su
compactibilidad. Tiene el valor (color) sublime de un espacio infinito. Su
mecanismo de una calidad excelente (las veces que lo he puesto a prueba así me
lo demuestran) y digo ”puesto a prueba”
porque no he llegado a utilizarlo, pues estamos en una época en donde los días
son claros y las nubes sólo pasan dando su saludo y despertando la imaginación
de quienes en ellas se deleitan viendo formas.
Desde la compra siempre lo llevo conmigo. Una correa lo abraza
al bolso que se tercia sobre mí, manteniéndose siempre a disposición.
Desde la compra siempre lo llevo adjunto a mi cartera. Una
correa lo abraza a ella y le mantiene siempre a mano.
Ayer venía por las veredas de un parque pensando en lo que
siempre he sabido “por donde camino no
llueve”. En ese momento comenzó una llovizna sorpresa, una garúa
persistente de esas que “no mojan, pero
empapan”. Tenía visos de convertirse en un gran aguacero. Mientras caminaba
buscaba árboles, toldos, aleros o cualquier saliente por donde pasar para que
no le callera agua a mi armadura ni a mi tampoco.
Era un largo trecho el que recorría y a veces corría. Mi
paraguas que para el momento ya no era nuevo seguía a mi lado. Pensé en
sacarlo, abrirlo y dejar que cumpliera su misión… pero, me dije: ¡No! No lo voy
a utilizar. Si lo hago se me moja…
Estoy en mi castillo, me he cambiado la vestimenta toda
enchumbada de agua y me dispongo a prepararme una infusión.
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