Teníamos unos treinta años. Ella era
toda una dama: me pagaba el paisaje, me cedía el asiento, me permitía pasar de
primero, me brindaba el café…
Era agradable caminar bajo la lluvia.
Mi impermeable alargado y mi paraguas me protegían del agua, mientras ella
caminaba a mi lado.
Recuerdo con mucho cariño la ocasión
en que cómodamente sentado yo miraba pasar los otros vehículos y ella estuvo a
punto de caer debido a un brusco frenazo. Ese día le aconsejé que no continuara
viajando de pies.
Otro momento grato fue aquel en el que
levantándonos muy de madrugada y en el que ella faltando a su trabajo fue hasta
el registro público a hacer la cola para que a media mañana cuando yo llegara
no tuviera que esperar demasiado.
En una de nuestras conversas, de esas
en las que se habla de vida en pareja, matrimonio, etc. me dijo que desconocía
lo que se ha dado en llamar los oficios del hogar. Le comenté que a pesar de su
importancia no era relevante para un acuerdo, que se podía contratar a alguien
para que le enseñara… es una dama y desde ese momento no he vuelto a saber de
ella…