Desde comienzos de la prehistoria se
ha condenado el derramamiento de lo que se ha dado en llamar la “misma sangre”, sin embargo, son muchos
los que han realizado actos tan cuestionados y hasta que aún lo hacen.
Dije “desde comienzos de la prehistoria” porque cuentan del que mató a
su hermano por envidia, ya que el dios que adoraban tenía preferencias por el
que llevó la peor parte. Una quijada de burro fue el arma homicida. El criminal
fue descubierto sin muchas pesquisas, y aunque fue condenado anduvo libre el
resto de su existencia (imagino que no era fácil colocar barrotes en los
árboles). De acuerdo a las tradiciones eran cuatro habitantes, o sea, el crimen
se ubicaba en un veinticinco por ciento de la población).
Pero me salgo del tema…
Los comentarios vienen al caso porque
he sido quien “ha derramado su propia
sangre” y no es que me haya cortado o algo parecido…
Eran once y diecisiete de la noche (seguro
de la hora porque un zancudo impertinente perturbó mi sueño con su “zumbar” y no pude evitar mirar el
luminiscente reloj). Por lo demás todo silencioso.
Me levanté fui por un vaso de agua,
volví y me acosté. Pronto a conciliar el sueño el zancudo regreso con el “zumbao”. No lo pelé: de un solo aplauso
en mis manos quedaron las partes desmembradas de su cuerpo, así como la sangre
que momentos antes “le done”… Maté a quien tenía mi sangre.